Me han pedido que cuente mi experiencia como voluntaria en República Dominicana, y aunque no me gusta nada escribir, decido hacerlo. ¿Por dónde empezar? No lo sé. Hay tanto que contar…
Por ejemplo, el caluroso recibimiento de María Velasco y Miguelina en el aeropuerto. Días antes de partir empiezo a sentir un poco de miedo… ¿Por qué me habré metido en esto? Ya no tengo edad! Con lo bien que estaría de viaje como otros años… ¿Me irá bien? ¿Seré capaz? Todos tus miedos desaparecen cuando las ves a las dos en la puerta de “llegadas” con un cartel con tu nombre escrito, y empiezan a darte besos y abrazos. En ese momento sabes que todo te va a ir muy bien.
A la mañana siguiente María Velasco me llevó a dar una vuelta por la capital, y después de comer, tras encontrarme con la otra voluntaria, nos montamos en una guagua con destino a Cotuí. ¡Nuestra nueva casa durante las próximas semanas!
Hasta aquí todo está lleno de anécdotas: la pelea de dos muchachos en la guagua por culpa de un asiento cedido a María Velasco... mi primer encuentro con los conchos y los motoconchos... el viaje a Cotuí en una guagua pagando un pasaje por las maletas y sujetándolas con el cinturón de seguridad... las recomendaciones de Miguelina al cobrador.... el impacto al asistir a la misa de siete que siempre empieza a las siete y cuarto y que tiene un presentador con micrófono.... Todo parece muy divertido. Pero al día siguiente fuimos a los campos y todo cambió..... Se me cayó el alma a los pies!
El paisaje es precioso. Nos adentramos en unos caminos de tierra llenos de casas de madera y tejado de zinc, todas ellas rodeadas de verde, pero sin agua y sin luz. A cierta distancia de cada casa está la letrina y un cuartito para lavarse.
Las casas son pequeñas y hace tanto calor que no se puede entrar en ellas hasta que se pone el sol. La cocina es una habitación aparte y en el exterior, bajo un tejadillo de paja, suele haber un fogón de leña.
La basura está por todas partes, se tira al suelo. Al día siguiente se barre un poco y se amontona
Los días.
A la hora de comer aparece visita y en lugar de pensar “que fastidio a ver cuándo se va”, se le hace un hueco en una esquina de la mesa (ya de por si superpoblada) y se saca otro plato. Si tocamos solo a medio vaso de jugo, da igual. Se comparte con alegría.
Si la visita llega a la hora del desayuno (y llega alguien casi todos los días), se le da la mitad del bollo de pan que estás comiendo y compartes tu taza de café con ella, pues no hay más.
Primera lección aprendida: es bueno compartir con una sonrisa.
Es asombrosa la alegría de vivir que tiene todo el mundo y la solidaridad que existe. Todos ayudan a todos. Comparten tareas y trabajos comunitarios. Y lo más importante, tienen tiempo para los demás.
Las noches.
Tona y Emilio. En cuanto se quita el sol empieza a aparecer gente que viene a ver cómo ha ido el día y se sienta a charlar un rato. Algunos simplemente se sientan y están allí. Los jóvenes vienen a jugar a las cartas o al dominó. Los niños a que les cuentes un cuento.
A veces se agotan las sillas de plástico apilables y hay que traer sillas de las que el grupo de mujeres tiene para alquilar en las “velas”.
Nuestro trabajo.
Nos piden que participemos en la reunión de los jóvenes y en la reunión pastoral de los martes y los jueves. Se reúnen en una casa después de cenar, leen el evangelio y lo comentan. Acuden pequeños, jóvenes y mayores. Son una verdadera comunidad.
Seguimos trabajando con los niños. Se lo están pasando bien. Se nota. A la hora de tomar el jugo y las galletas que les damos, hay peleas para ponerse a nuestro lado y darnos la mano. No puedes evitar la sonrisilla de gusto, al igual que cuando una madre viene a recoger a su hijo y te da las gracias por lo que haces y te dice que su hijo le cuenta que no quiere que te vayas.
El trabajo es duro. Mañana y tarde chorreando de sudor y llenas de polvo. Hemos llegado a tener 92 niños solo entre la otra voluntaria y yo. Terminamos agotadas por la noche, pero merece la pena. Las muestras de cariño siguen sucediéndose en la comunidad: una vecina nos trae arroz con leche, otro llega y te regala una piña. Todos sonríen. Te abrazan y besan al saludarte cada día. Estaremos más desarrollados tecnológicamente, pero en humanidad y solidaridad cotidiana estamos a años luz de ellos. ¿Es la deshumanización el precio que hay que pagar por el “progreso y desarrollo”?
Parece que sí.
Agradezco a Dios este regalo.
Anate